¿Qué le espera a los animales en la era Trump?

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Paco Colmenares

El nuevo (¿viejo? ¿reciente?) Presidente Trump, nunca ha sido bien visto por las personas preocupadas por los animales y medio ambiente, por su notable postura de “primero lo que deja, y luego lo que proteja”, en referencia a priorizar lo que sea económicamente más rápido y viable, no lo más ético y sustentable.

Lo que ya pasó en su mandato anterior, entre 2017 y 2021

En dicha administración, por un lado, hubo avances importantes que son imposibles de ignorar. Por ejemplo, firmó leyes que marcaron un antes y un después, como el Preventing Animal Cruelty and Torture (PACT) Act, que convirtió actos extremos de crueldad animal en delitos graves. También apoyó regulaciones más estrictas en la industria de las carreras de caballos con la Horseracing Integrity and Safety Act y, con el Farm Bill 2018, se lograron cosas muy positivas: prohibir el comercio de carne de perro y gato, financiar refugios para personas que huyen de la violencia doméstica con sus mascotas e incluso acabar con las peleas de animales en los territorios estadounidenses.

Esos son logros que suenan muy bien en papel, se vieron confrontados en la realidad, con otros que constituyeron afrentas graves, por ejemplo, aunque Trump mismo dijo que la caza de trofeos era un “espectáculo de horror”, su gobierno permitió la importación de trofeos de elefantes y leones desde África en ciertos casos. Esto fue un golpe fuerte porque básicamente le abrió la puerta a los cazadores de trofeos, priorizando intereses económicos y grupos de presión como el Safari Club International.

Y no quedó ahí

Durante su mandato, el Departamento del Interior eliminó prohibiciones sobre métodos de caza muy polémicos en Alaska y permitió perforaciones petroleras en el Refugio Nacional del Ártico. Además, se expandieron las áreas de caza y pesca en refugios de vida silvestre a niveles nunca antes vistos, lo cual puede sonar bien para algunos, pero tuvo un impacto claro en especies como los lobos y los osos grizzly, a los que incluso les quitaron protección bajo la Ley de Especies en Peligro de Extinción. Aunque estas decisiones fueron revertidas en tribunales, dejan claro que la conservación no fue una prioridad.

Por otro lado, hubo momentos en los que parecía que las cosas iban por buen camino. En el área de investigación, la EPA bajo Trump propuso eliminar el uso de animales en pruebas de productos químicos y pesticidas para 2035, lo que es una meta ambiciosa pero necesaria. Sin embargo, no se puede ignorar lo que ocurrió en el USDA, donde eliminaron información clave sobre violaciones a la Ley de Bienestar Animal (AWA) y redujeron drásticamente las sanciones a criaderos y zoológicos de carretera. Esto dejó un vacío importante en la supervisión de lugares que ya eran problemáticos.

¿Y los animales de granja?

Ahí la cosa fue bastante desalentadora. Se derogaron normas que buscaban garantizar estándares básicos para la etiqueta orgánica y se priorizó mantener operando los mataderos durante la pandemia, a pesar de los riesgos para los trabajadores. Incluso se permitió que estas plantas aceleraran sus líneas de procesamiento, lo que aumentó el sufrimiento de los animales y la inseguridad laboral.

Con todo esto, el balance final de su administración en temas de bienestar animal quedó en una zona gris. Es cierto que hubo victorias importantes, pero también decisiones que causaron daños profundos y priorizaron intereses económicos por encima del bienestar de los animales.

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¿Qué se espera para el futuro?

Hasta ahora no tenemos movimientos tan claros en temas animales, pero varios muy preocupantes en materia ambiental.

Primero, y quizá lo más sonado, fue retirar a Estados Unidos del Acuerdo de París. Este pacto global, en el que casi todas las naciones del mundo se comprometieron a luchar contra el cambio climático, había sido una de las grandes victorias diplomáticas de los últimos años. Con esta decisión, Trump volvió a posicionar a Estados Unidos como un espectador más que como un líder en la crisis climática.

Además, declaró una emergencia energética nacional. Es la primera vez que algo así sucede en el país, y aunque todavía no está claro cómo se usarán esas facultades, esta declaración podría permitir que se suspendan ciertas normativas ambientales o se aceleren proyectos mineros controvertidos.

Trump ya comenzó el proceso para revertir la prohibición de Biden sobre perforar en 625 millones de acres de aguas federales; inició la derogación de las normas de emisiones para automóviles y camiones ligeros; eliminó normas de eficiencia energética para cosas tan cotidianas como lavavajillas, cabezales de ducha y cocinas de gas; detuvo el arrendamiento de aguas federales para parques eólicos marinos, una de las tecnologías más prometedoras para avanzar hacia energías renovables; decidió eliminar los programas de justicia medioambiental en todo el gobierno y ordenó revisar toda normativa que pudiera considerarse una “carga indebida” para el desarrollo de fuentes de energía como el carbón, el petróleo y el gas natural, entre otras.

Básicamente, priorizó las fuentes más contaminantes y tradicionales, dejando de lado cualquier esfuerzo por modernizar el sector energético hacia opciones más sostenibles.

Con todas estas acciones, es evidente que el enfoque vuelve a centrarse en maximizar la explotación de recursos fósiles y desmantelar políticas que buscaban un equilibrio entre desarrollo y cuidado del medioambiente.

Más allá de las implicaciones ambientales, estas decisiones también envían un mensaje claro: las prioridades están alineadas con los intereses de las grandes industrias, aunque eso signifique retroceder en temas cruciales como la justicia climática o la transición hacia un futuro energético más limpio.

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